Ilowasky
22 de marzo- 06 de abril 2023
En 2005, dentro del Salón Nacional de Escultura organizado por el Museo de Arte Moderno en Cuenca, Ilowasky Ganchala presentó una instalación construida con aquellas cajitas de madera usuales en nuestros mercados para transportar frutas. La estructura, con su estética povera y su gran formato, no solo lucía fuera de sitio en medio de un paisaje compuesto en su mayoría por trajinados formalismos tardomodernistas, sino que supuso una realización pionera dentro del campo ampliado de la escultura. En esas cajas –que ha vuelto a pintar ahora–, está sin duda el germen de sus desarrollos posteriores: es en la vida de la plaza, de la calle, entre los anónimos individuos de la urbe, en los objetos encontrados, donde este artista gesta y gestiona su obra. Su serie instalativa Construcciones (andenes in-situ elaborados con madera rústica que invitan al espectador a recorrerlos, a habitarlos) desciende directamente de ese atrevido gesto inaugural.
Ilowasky opera con los entornos donde ha vivido o reside: los barrios populares del Centro Histórico quiteño (la Mama Cuchara, San Marcos), los personajes marginales que circulan alrededor de los museos o lugares donde expone, interactuando con ellos e integrándolos a su obra a través del retrato, del estudio o el apunte veloz, realizados al azar de sus derivas de inspiración situacionista. Esta conexión, como su figuración realista, inscriben su propuesta pictórica en la tradición del barroco europeo (Caravaggio, Ribera, Velázquez, etc.) y de ciertos estilos neobarrocos
latinoamericanos (el artista reconoce la lección de Jaime Zapata), pero a Ilowasky no le interesa demasiado el drama del cuerpo propio del pathos barroco, ni el detalle literal del realismo fotográfico, sino agenciar relaciones y empatías con los sujetos de su pintura.
Esa ha sido la dinámica de su proyecto Inmersiones, presentado en Quito, Cuenca y Buenos Aires: exposiciones que rompen el formato “puertas adentro”, propiciando un sugerente canal de interlocución entre la obra y el mundo exterior. El artista es un mediador cultural que produce experiencias sensibles en estrecho diálogo con el público, inmerso en los hábitats que ocupa. Al buscar sus modelos en la calle e incorporar al otro en la conversación que el arte vehicula, Ilowasky genera –momentáneamente– un sentimiento de comunidad, de comunión. Sin embargo, esto sería insuficiente para entrar en su obra si no tenemos en cuenta su comprensión del espacio plástico y expositivo como “concepto-agua”, o “una hoja en blanco”, es decir, no solo un lugar que aloja y contiene obra sino un espacio elástico, flexible a las necesidades expresivas y museográficas del artista, a los requerimientos de su mirada; un espacio sujeto a modificaciones, incluso a supresiones y “correcciones” (en sentido literal).
La materialidad de lo concreto reúne un cuerpo de pinturas y objetos escultóricos que, por un lado, evocan las arquitecturas populares, suburbanas, sus tecnologías, herramientas y materiales de construcción (columnas de hormigón, cuñas, poleas, piedras, ladrillos, canutos, cemento, etc.), pero que simultáneamente se erigen como arquitecturas ficticias, como diseños utópicos, actualizando una fascinante genealogía artística que cruza geografías, tiempos y modos heterogéneos (de Piranesi a Dennys Navas, pasando por Malevich y Escher, entre otros). No en vano, uno de los títulos que ha dado a estas edificaciones imaginarias es “Estudios para un refugio fallido”, pequeños objetos escultóricos realizados con cemento (trasladados también a la pintura), inspirados en los “iglús” de Mario Merz –nombre cardinal del arte povera, con cuya obra Ilowasky sostiene, a lo largo de esta muestra, un diálogo intenso y creativo–. Sobre estas cúpulas o domos invertidos se erigen construcciones provisionales, con un aura metafísica, donde el tambaleo forzoso de las piezas reitera su condición inhabitable, “fallida”. En esta suerte de macetas oscilantes, se funden las especies arquitectónicas endémicas de nuestras ciudades y las invenciones personales del artista, de modo que funcionan también como una metáfora en filigrana de sus propias incertidumbres existenciales, de sus demonios particulares. Pero, ante todo, el artista sabe que las técnicas de construcción están vinculadas a la manera en que los humanos entendemos y habitamos el mundo, que “el construir ya es, en sí mismo, habitar”, más aún: que “no todas las construcciones son morada”, conforme las meditaciones de Heidegger en su seminal ensayo “Construir, habitar, pensar” (1957).
Todo el tiempo materialidad e imaginación, realidad y ficción intercambian señales en esta obra.
Ilowasky añade a la muestra algunas obras anteriores, “pendientes” (ejercicios archivados que se iluminan o reactivan a la luz del presente) como sus Atados: ensamblajes de concreto y fibras vegetales (combinación de materiales orgánicos y cotidianos carácterísticos del povera) que recuerdan ciertos sistemas de contabilidad o escritura arcaica, pero cuyas fórmulas y enunciados resultan ilegibles, como las palabras y frases tachadas de varios de sus dibujos y pinturas, de modo que recuerdan un cuaderno de apuntes, o un sketchbook. Aquí lo que se impone es el brillo plástico del gesto y lo que se conserva es “el gesto de la escritura, no el producto”, tal cual señala Barthes a propósito de Cy Twombly. De modo que las borraduras de sus telas vienen a refrendar el papel de la pintura no solo como el lugar donde experimentar con la materia y las formas, sino como el espacio perfecto para inscribir nuestras dudas y fluctuaciones; al fin y al cabo, la pintura es el lugar natal del pentimento.
A través de la pintura y la escultura, Ilowasky Ganchala pone en tensión la materia, las formas y los significados culturales establecidos. Su exploración visual y etnográfica en la áspera corporeidad de lo precario, en la materialidad de lo concreto y de lo social configura un inquietante repertorio de gestos poéticos y políticos que dan a su trabajo un especial carácter y relieve en el arte ecuatoriano actual.
Cristóbal Zapata
Cuenca, 2023